[RELATO SIMPLÓN Y ESPONTÁNEO DE ACTUALIZACIÓN SEMANAL]

Macri, chipriota errante, normalmente en paro pero que ahora trabaja en Londres para una editorial, emprende una aventura para intentar conseguir los derechos de autor de un libro ucraniano de ciencia ficción. Desgraciadamente el soldado está integrado en tropas internacionales y Macri viaja siempre ahorrando.

(English version here)


DÉCIMO CUARTA ENTREGA

El aeropuerto estaba justo en la otra punta de la ciudad. Para ir hacia allí sin cruzar de nuevo el centro, donde el tráfico era tan caótico, tuvieron que tomar por largas avenidas prácticamente sin asfaltar. Era la hora de salida de los colegios y las márgenes del camino estaban llenas de niños de uniforme correteando con sus carteras de libros y mujeres, casi todas en burka, alrededor de ellos. Los barrios periféricos de Kabul rebosaban actividad, vitalidad y hasta color, sobre un fondo de polvo. El polvo omnipresente en este país: en la ropa, en el suelo, en forma de nubes, en las gargantas, en la piel. Si algo unifica Afganistán es el polvo. De hecho en algún lugar Macri había leído algo sobre el polvo afgano que tenía todos los visos de ser una leyenda urbana: que en darsi hay veinte palabras distintas para llamar al polvo. No se lo creyó, porque lo mismo dicen de las palabras para llamar la nieve en inuit, la arena en tuareg y el color verde en el idioma de los indios amazónicos. No es creíble que siempre haya veinte palabras distintas para referirse al elemento que predomina en cada paisaje. Pero que la leyenda se aplicara en Afganistán al polvo, de algún modo venía a describir el país.
Dejaron a un lado el antiguo aeropuerto ruso, sembrado de carcasas oxidadas de antiguos helicópteros y algunos trozos de avión. A Macri le pareció un lugar de lo más fotogénico, con la hierba creciendo alrededor de esos restos de guerra y las estrellas rojas despintándose, pero Ahmed le quitó cualquier ilusión de hacer de turista al explicarle que el lugar estaba fuertemente minado. Luego siguieron un trecho por una avenida interminable y varios barrios de casas de adobe, cuadradas y humildes. De ahí desembocaron en una calle de nuevo animada por el tráfico que fluía en paralelo al río. Iban en silencio, salvo la voz de Ahmed que al llegar a cada cruce le decía el nombre. Todos igual de fáciles de olvidar. Macri iba pensando en lo poquísimo en que conocía de Kabul. Era una ciudad grande y destartalada; al forastero le podría parecer impersonal, y sin embargo seguro que sus habitantes, y no sólo los más ilustrados, conocían cada esquina, le tenían puesto nombre a cada edificio y recordaban anécdotas o historias de cualquiera de sus calles. El río llevaba poco caudal, pese a que estaban a fines de invierno. Se veía sucio y lleno de deshechos. A simple vista parecía que las márgenes del río eran los sitios más animados del lugar. Parecían mercados al aire libre y las casas estaban pintadas de colores. Al poco llegaron al primero de los controles de entrada al aeropuerto, que era también una base militar, lo que explicaba que todo el perímetro estuviera rodeado de gigantescos sacos de arena, salteados por contenedores militares. Y explicaba el alambre de espino por todas partes, de ese redondo al que los ingleses llaman concertina, quién sabe si porque como lleva cuchillas en vez de pinchos o espinos los gritos, cuando te enganchas, son más sonoros. En todo caso el vehículo se detuvo y Macri perdió el aire trascedente que invadía su rostro en los pocos ratos como éste, en que no hablaba con Maru y dejaba que se le fuera la cabeza libremente.
Unos soldados húngaros les pidieron la documentación. Iban, como todas las fuerzas internacionales, equipados con protecciones diversas, incluidas rodilleras y salvacodos que les daban cierta apariencia de robocop. Y sin embargo, pese a la vestimenta agresiva, parecían simpáticos. Ahmed estuvo de acuerdo:
-Todo el mundo prefiere a los húngaros. Antes eran soldados griegos y eran terribles. Malhumorados, bestias y sin la más mínima educación; trataban a la gente a empujones y antes de preguntarte nada, a la primera de cambio, te metían el cañón del fusil en la nariz.
-Extraño, porque el yogurt es mucho más suave que el gulash.
-Quizás -le respondió Maru- pero también es verdad que el gulash se hace en casa, sin prisas en un ambiente hogareño mientras que el yogurt es más frío, más rústico.
-Creo que los europeos estáis todos locos. Yo antes pensaba que erais todos iguales, de hecho aquí se les llamaba a todos americanos. Una de las pocas cosas buenas de esta guerra es que en mi país estamos aprendiendo a diferenciar entre unos europeos y otros.. sin embargo vosotros por mucho tiempo que os quedéis apenas sabéis diferenciar un pastun de un tayico o un uzbeco.
-¿Aquí no tomáis yogurt?
-Tenemos airam, sobre todo. Alguna gente, como los nómadas kuchi, lo meten en unas telas y lo dejan colgado hasta que se hace como una masa, lo llamamos mast y se usa sobre todo para cocinar. Si se deja aún más espeso lo llamamos chakka y es algo parecido al queso... pero bueno... supongo que un occidental lo llamaría todo yougourt, sin más.
-Pues a ver si les entra la vena dictatorial! Tú sabías que los griegos inventaron la democracia.
-No, arabito ignorante no saber qué ser democracia -dijo Ahmed imitando acento de negro colonial- Pues claro. ¿Te has olvidado de que soy historiador? -Maru estalló en carcajadas, pero Macri se limitó a sonreír y seguir con su conversación.
-No me había olvidado. Lo que quería decirte es que eso es mentira. Ellos inventaron que en una ciudad concreta y pequeña había dos o tres mil personas poderosas, todos hombres, que decidían algunas cosas votando, la democracia es algo más contemporáneo… y casi inalcanzable. Es más que nada una idea, como el yogurt.
-¿Te refieres a la democracia americana? Los occidentales creéis que establecer la democracia en un país es poner un parlamento y hacer elecciones. Llegáis a cualquier sitio y lo único que conseguís es que sigan mandando los mismos, pero ahora los clanes de siempre se llaman partidos, y los jefes de los clanes diputados o ministros, pero el sistema es el mismo.
-Oye, tampoco te pases, que no somos todos iguales. Algunos somos un poquito menos obvios.
-Quizás. Por ahora lo único obvio es que saquéis otra vez el pasaporte, que hay que pasar un control más y estamos en el aeropuerto.
Los robocops húngaros fueron correctos de nuevo, aunque meticulosos examinando los documentos. Finalmente el grupo llegó a la terminal del aeropuerto. Sorpresivamente, frente a la entrada había una explanada llena de coches y diversos tipos de barracas y kioscos tan animados como si se tratara de un mercado bullicioso. Las instalaciones del aeropuerto propiamente dicho eran algo vetustas. Macri apenas se había fijado el primer día, como suele pasar cuando vienen a buscarte. Ahora se daba cuenta de que todo era bastante más cutre de lo habitual.
La terminal era un edificio bajo, anticuado. Paredes encaladas y ventanas de madera pintadas de turquesa. Junto a la entrada a un lado cuelga un gigantesco póster con la cara de Masud, el omnipresente héroe nacional; al otro un póster similar con la cara del Presidente Karzai. Ahmed mientras los acompañaba con las maletas les contó que las siglas del aeropuerto, en inglés (Kabul International Airport), son las mismas que usa el ejército norteamericano para denominar a los muertos en combate (Killed In Action). Mal rollito para los centenares de soldados que pasan cada día por aquí.
El vuelo de Naciones Unidas resultó ser prácticamente igual que uno comercial. Facturaron el petate de Macri y la bolsa de Maru y se despidieron de Ahmed, que tenía cosas que hacer. Antes de irse, acompañó a Macri a un tenderete y le compró una tarjeta para el teléfono móvil. Ambos se intercambiaron los números, por lo que pudiera pasar.
Maru y Macri vieron alejarse el Toyota desde la puerta de la terminal. Con los hombros muy pegados, que era casi la única forma de contacto que se permitían en público. Maru sonreía:
-Bueno, por fin solos. Te he dicho que te sienta muy bien el negro -Macri llevaba un jersey negro de cuello vuelto y pantalón vaquero negro, como siempre.
-Creo que sí. Creo que me lo dijiste ayer.
-Mentiroso! no te dije nada!
-Bueno, pero lo pensaste. Te lo noté en la cara. Me mirabas con ganas de follarme.
-¡Cerdito! No hables así, que aquí hay gente que entiende inglés.
-Vale no lo digo, pero lo pensaré. ¿Nos sentamos un poco? Aún falta un buen rato para que salga el avión.
Eligieron una fila de asientos que estaban vacíos en una esquina y se sentaron. Olía mal, pero se resignaron e intentaron acomodarse. Maru le preguntó a Macri por su trabajo y él le estuvo contando que sólo hacía tres meses que había vuelto a Londres, después de un año entero viviendo en Tiflis, Georgia, intentando escribir una tesis sobre relaciones internacionales. La tesis nunca se terminó y a él, a través de una amiga, lo llamaban a veces de una editorial para traducir pequeños textos del ruso o redactar algunas reseñas, tan elogiosas como falsas, para la contraportada de libros de autores del este. En esas estaba cuando le propusieron que se encargara de conseguir los derechos para la edición en inglés del libro de Boris Paton. Él no lo había leído, pero al parecer era una obra "moderna y esotérica a la vez" que estaba teniendo un éxito asombroso en Ucrania. El autor debía ser un tipo estrafalario. Era su primer libro, jamás concedía entrevistas y para huir de la fama había pedido el reingreso en el ejército ucraniano y que lo enviaran a Afganistán en cuanto que los primeros fan empezaron a acosarlo. A Macri su jefe le había encargado que consiguiera esos derechos antes que ninguna editorial de la competencia, aunque tuviera que buscar al autor en pleno campo de batalla.
Iba a preguntarle a Maru por cómo había llegado ella hasta Afganistán cuando se dio cuenta de que no lo estaba escuchando. Se había quedado mirando fijamente a una chica que pasaba. Era occidental, sonriente y cejijunta; relativamente joven; llevaba ropa kaki, un foulard azul al cuello y el pelo rubio, muy rizado. La chica miró a Maru, Maru le sonrió a la chica y ella le devolvió la sonrisa. Y se acercó.
-Nosotras nos conocemos, ¿verdad?
-Hmmm, no recuerdo, pero tu cara me suena. Yo me llamo Maru, trabajo en MEDERA, ¿lo conoces?
-Ah! Claro! Tu eres la francesa de los porros! Nos conocimos en una fiesta en casa de Gerard. Estabas fumándote un porro y él te dijo que lo apagaras.
-Me acuerdo perfectamente de la fiesta...¿tú estabas allí? Es que como me presentaron a tanta gente.
-No te preocupes. Me llamo Lu, Lu Eclestone. Trabajo en el Plan de Eliminación de las Armas Cortas.
-Eso ya sí me suena... este es Macri, que hav enido unos días a un proyecto con nosotros.
-Encantado, Macri Kibris.
-Lu Eclestone...de donde eres? tu inglés es bastante bueno.
-Eclestone, como el de la Fórmula uno? uauuu...eso promete! Nací en Chipre, pero en verdad ahora vivo en Londres.
-Y qué hacéis aquí? vais a Herat ahora en el vuelo de las dos?
-Sí. Tú también?
-Claro, pero ¡cómo se os ocurre sentaros aquí con toda la peste?
-No había más sitio.
-Se ve que lleváis poco tiempo en Afganistán. Aquí cada cosa tiene su truco y hay que aprendérselo. ¿No habéis visto que los demás asientos están vacíos? Los servicios del aeropuerto son famosos en todo Kabul por ser de los más apestosos. Se huelen a kilómetros de distancia. El truco en el Aeropuerto es esperar fuera, que huele mejor y hay menos moscas. Aunque os digan que esperéis dentro. Lo hace todo el mundo, y hasta han puesto un altavoz en la puerta para que desde fuera se oigan las llamadas de los vuelos. Anda, ¿os venís fuera?
Aceptaron y los tres se sentaron en un escalón fuera del terminal, rodeados de vendedores, desocupados, soldados y hasta ejecutivos afganos.

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